La paraula és el fil conductor de la nostra existència; amb ella donem sentit al món i creem ponts entre els éssers humans.
Josep Maria de Sagarra
La palabra, ese instrumento que utilizamos las personas para comunicarnos, ha sido siempre considerada un pilar fundamental de nuestra sociedad. Sin embargo, en algunos ámbitos, parece que su valor se ha desvanecido con el paso del tiempo. Así pues, en un escenario en el que la palabra parece tener cada vez menos valor, es esencial reflexionar sobre las consecuencias de esta realidad en la confianza y estabilidad de nuestro sistema social y político.
¿Cómo era aquello: mentir o rectificar?
Para empezar, dejadme que recupere un par de anécdotas – que no serán célebres, pero sí ilustrativas– surgidas durante la última campaña electoral y protagonizadas por dos de los candidatos a la presidencia del Gobierno: Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo. El primero, durante su participación en el programa El Hormiguero de Pablo Motos afirmó ante el recordatorio de una promesa incumplida que “no se trata de mentir, sino de rectificar”. El segundo, en propia su visita al mismo programa, afirmó que su partido “siempre ha incrementado las pensiones conforme el IPC”, algo equívoco. Ante la falsedad de la afirmación acabó diciendo “cometí una inexactitud”.
Mentir, rectificar, inexactitud… Repasemos las definiciones que nos ofrece la RAE:
- Mentir: decir o manifestar lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa.
- Rectificar: modificar la propia opinión que se ha expuesto antes.
- Inexactitud: dicho o hecho inexacto o falso.
¡Ah! Qué bien me hubiese ido a mis 16 años poder “rectificar” o ser “inexacta” ante mis padres cuando me pillaban mintiendo 😉.
Pero no lo centremos exclusivamente en la mentira o en los Sres. Sánchez o Feijóo. De hecho, no lo personalicemos en nadie en concreto. Subestimamos el valor de las palabras. Desgraciadamente usar palabras al tuntún es una práctica habitual en los últimos tiempos, sobre todo, en el entorno político y, más acusado aún, en cualquier proceso electoral.
Promesas, mentiras, trolas, falsedades, quimeras, falacias, esperanzas, voluntades y un larguísimo etcétera. Porque todo vale y, con ello, la palabra pierde su valor. Porque lo que dicen, luego lo desdicen; porque lo que prometen, luego no lo cumplen; porque en la política todo vale y porque qui dia passa, any empeny i si t’he vist, no me’n recordo.
Pero sigamos loando a la palabra.
Como escribe Laura Ferrero en su novela Los astronautas, “las palabras tienen claras implicaciones”, es decir, que además de su valor literal, la palabra incorpora determinadas implicaciones en función del contexto en el que se la incluye. Hoy, estas implicaciones son sutiles, cada vez más pequeñas y borrosas y por ello, el valor se pierde y acaba difuminándose.
No es solo un problema del significado de la palabra, sino también de quien la expresa y del momento en que lo hace. Es decir que la palabra, aunque pueda tener un significado literal, tiene más o menos responsabilidad en función de quien la dice. Si bien es cierto que las palabras pueden incumplirse sin consecuencias aparentes, cada persona tiene la responsabilidad individual de mantener su palabra y actuar con honestidad y coherencia.
Del dicho al hecho hay un trecho
Vuelvo al germen que ha dado vida a este texto para afirmar que, así es: mentir en política no tiene consecuencias. No pasa nada si mentimos y prometemos en vano. Sin embargo, no estoy segura de que ocurra lo mismo en otros ámbitos, de hecho, creo que hoy en día tendría más consecuencias que mi abogado, mi médico, mi gestor o mi frutero, me mintieran.
“Te doy mi palabra”. Parece que a muchos se les ha olvidado la profundidad de esta expresión. Se trata de un pacto nada tácito, un compromiso fundado en una apuesta en la que se pone en juego la fiabilidad e integridad de quien promete. Faltar a la palabra, mentir, devalúa esas virtudes e, incluso, terminan siendo oferta para terceras personas que pujan al mejor postor la palabra de otros a precio de ganga. En cualquier caso, tal vez no esté de más recordar cómo a costa de mentir y divertirse en la facilidad del acto, el lobo del cuento terminó comiéndose a las ovejas o, dependiendo de la versión, incluso al propio pastor.
Quizá el uso banal de la palabra sea la prueba evidente de que el discurso político es un instrumento programado para manipularnos y la palabra, con ello, haya perdido su esencia como garante de la verdad. Que nos den su palabra, hoy, no tiene valor.